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Epílogo. EYEVNIA.

Eyevnia juega en el jardín que hay delante del porche de casa. Han venido amiguitos del colegio a celebrar su cumpleaños. Cumple siete años. Está muy contenta. Juega rodeada de críos, hologramas, regalos y un par de androides de servicio. También corretea entre ellos su mascota Dardo, un estilizado y juguetón tigón de la empresa Star Hybrid Culture. Ante los ojos de un adulto, la escena puede parecer un poco caótica pero los niños se mueven con soltura en medio del barullo y dirigen con seguridad a los androides, reprimiéndoles severamente si no cumplen con prontitud sus órdenes. El único que parece un poco descolocado es el tigón. El pobre animal no sabe muy bien dónde situarse o qué se espera de él en cada momento, pero no desfallece: participa en la algarabía general con sus mejores saltos y gruñidos. Los niños, arrebatados por la emoción del juego y concentrados en su lógica, no le prestan demasiada atención. En cualquier caso, no importa: de vez en cuando Eyevnia le acaricia la

Capítulo 51. PAZ.

El capitán me esperaba de pie frente al gran ventanal que había tras su mesa escritorio. Cuando entré, me daba la espalda. Tenía la mirada perdida en las innumerables estrellas. - Estamos perdiendo la guerra -me respondió en cuanto me presenté. - Lo sé, señor -contesté. Se giró y me miró de arriba a abajo. Dijo secamente: - No le he preguntado si lo sabe, comandante. - Disculpe, señor. Volvió a mirar a las estrellas. - ¿A qué cree que es debido? -me preguntó al cabo de unos segundos. - Señor -respondí-, no estoy cualificado para emitir una opinión al respecto. - Es cierto -admitió el capitán-. No está cualificado. Pero he leído su informe y le estoy pidiendo su opinión. Mi opinión. ¿Cuál era mi opinión al respecto? Mi impresión estaba clara: estábamos perdiendo la guerra. Eso era cierto. Sin embargo, mi opinión sobre por qué estábamos perdiendo la guerra no la tenía tan clara. Nunca había meditado con calma sobre el tema. Había tenido la impresión de que la guerra

Capítulo 50. REENCUENTRO.

Al emerger a la realidad estábamos en una nave Coleccionista. Teníamos un espejo a nuestras espaldas. Enfrente, un gran ventanal. Más allá, el vacío del espacio, ni tres kelvin por encima del cero absoluto. Siempre y cuando te mantuvieras a la sombra, claro. Porque más allá del ventanal y del frío estaba Alema, así que no muy lejos debía de andar el sol alrededor del cual orbitaba. Expuestos a la potencia luminosa de un astro como aquel, a una distancia equiparable a la que se encontraba la Tierra del Sol, nos hubiéramos achicharrado por un costado y congelado por el otro. Aparecimos en la realidad sin que nos frenara gravedad alguna. Tuve miedo de chocar contra el ventanal y romperlo. La velocidad con la que habíamos atravesado el espejo para salir de la cripta era la misma con la que habíamos entrado en la realidad: por un momento pensé que atravesaríamos el ventanal y acabaríamos flotando en el espacio. Ahí acabaría todo. El sacrificio de Idkereda no habría servido de nada.